Tuesday, May 01, 2007

Las aventuras de H, capitulo 2

La mujer ave blanca.

Quizás lanzar una moneda es la mejor manera de entender que es lo que queremos. Si la decisión del peso es la que queríamos, la aceptaremos con un fingido dejo de inconformismo; mas si la decisión es contraria a nuestro anhelo, jamás dejaremos que un mediocre trozo de bronce determine nuestra ruta por nosotros.

Al lanzar por el aire la moneda y recogerla sobre su mano, H tuvo certeza de que no tenía nada más que hacer que dormir. Cerró las puertas de su escondite, y cayó en el más denso de los descansos. Todo, sin embargo, fue interrumpido por una silueta humana que ingresaba a sus pasillos.

La mujer ave blanca era el ser humano más precioso que podrías conocer. Con pasos saltarines y precisos, se deslizaba a través de su propio tiempo, cortando la ventisca con suave y silenciosa agilidad. Su caminar era liviano; el suelo que pisó jamás sintió ofendido. Rodeó los espacios del escondite dejando una estela de emociones en H, quién yacía inmóvil en su cama. Absorbía la luz y la emanaba en ráfagas expansivas filtradas por los tonos blanquizcos, pero cálidos de su piel. H fue sorprendido por su luz, la cual lo abordó sin pedir permiso, dejándolo atónito por unos segundos, para luego hacerlo caer en el lecho del más blando regocijo.

El cuerpo de la mujer ave blanca parecía ser frágil, pero era difícil que en realidad fuese así; con los movimientos serpenteantes que realizaba, era imposible que pudiese haber algo de debilidad en el esplendoroso organismo que a su vez, sostenía la esencia más fascinante. Su delgadez, sin embargo, no podía negarse. Es esta una de las principales características que la definían y ponían su belleza en el marco del más absoluto y puro enigma. Entre miradas esquivas e influenciadas por el pudor, H logró vislumbrar como la fineza de sus extremidades se dejaba caer libre, sin mostrar una gota de tensión. Sus brazos y piernas están eternamente relajados; inmunes ante la rigidez con la que los hombres normales se condenaron, al vivir como herramientas.

Su cabello era, sin duda, el contorno ideal para la belleza de su rostro. En ningún momento caía en la saturación, respetaba cada uno de los pliegues de la cara y no se posaba sobre ellos sin pedir permiso. Era corto y negro; distinto al de cualquier persona de este mundo. Grupos de pelo se agrupaban para formar pequeños semi-rizos, que no respondían a modelos direccionales; simplemente elegían una ruta y la tomaban, pero en la más absoluta armonía con sus pares. La necesidad humana por poner orden ante todo, se diluyó rápidamente entre estos cabellos, demostrando que la ausencia de patrones es la única clave para alcanzar la belleza sublime. Una flor adornaba el costado de su cabeza; H dudó acerca del carácter de accesorio de esta flor; parecía ser, más bien, un complemento natural de su belleza, nacido de la negrura brillante de los bellos rizos. En las escasas oportunidades en que él se atrevió a posar la vista sobre aquellos cabellos, soñando con sus trazos revolucionarios, pudo alcanzar el más alto nivel de deleite; sin embargo, una creciente melancolía se apoderó de él.

Entre las llanuras de palidez de su rostro, y sobre los relieves que eran su nariz y boca perfectas, los enormes ojos pardos de la mujer hablaron con enorme misterio. Mensajes cargados de dulzura y un regalo con colores y formas alienígenas, fueron depositados sobre las manos de H, quien no tuvo la fuerza para agradecer como era debido.

En un par de segundos, historias largas fueron contadas. Susurros con olor a melocotones; regalos que eran entregados, recibidos, y recompensados con otros; encuentros inolvidables entre golosinas y nubes dispersas; delirios de abrazos y besos que jamás vieron la luz; y, finalmente, caminatas eternas, llenas de tristeza y decepción. La mujer ave blanca se perdía sonriente entre caminos de flores moradas, sin aclarar cuales fueron sus verdaderas intenciones. Se hizo humo en un caminar lento, del que H no quiso ser testigo, ya que su alma se rompía en fragmentos diminutos imposibles de volver a unir. El anochecer y el llanto llegaron como viajeros desorientados en busca de un refugio, y un oscuro telón bajó, empapando todo con tristes tinieblas. Se había marchado, quizás para siempre.

¿Qué propiedades podría tener el regalo que H sostenía aún en sus manos, a pesar de la terrible decepción? Los calipsos teñían el objeto, y poco a poco fue dando a conocer su real forma, y al mismo tiempo, se colgaba del pecho de H, cual collar. Un hongo extraño que escondía todas las respuestas de la existencia, fue, finalmente, la real identidad del objeto, aunque aún oscilaba entre muchas otras formas. Un bocado de aquel divino manjar significaba conocer secretos que la mente humana no estaba preparada para conocer. Y H sabía que todos los obsequios pasan a ser parte de la persona que lo recibe; se funden con uno entre marejadas de recuerdos. “Tú y yo somos uno”, pensó, mirando fijamente al hongo.

La añoranza azotó la mente de H como un látigo voraz; las imágenes de la mujer ave blanca eran cada vez más borrosas. Él daría su vida por volver a verla.

De pronto abrió los ojos, despertando con brusquedad. Durante segundos no entendió lo que le pasaba, no comprendía el lenguaje de sus emociones. Un gemido de la más desesperada pena emergió de su pecho. Ahora, en vigilia absoluta, brotaron lágrimas como si se tratara de un desastre natural. Lloró por horas. Se le ocurrió, de pronto, mirar hacia su pecho.

Ahí estaba el hongo.

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